Un español y un argentino pueden hablar de fútbol, de trabajo, de amor, de política y de casi cualquier cosa; pero no les está permitido conversar sobre nada. Hablar de o hablar sobre, ahí está la cuestión. La diferencia entre estas preposiciones parece mínima a simple vista, pero no lo es.
Para hablar de amor, por ejemplo, sólo es necesario saber a quién le ha ocurrido qué. Para hablar sobre el amor, en cambio, es obligatorio analizar por qué ocurren ciertas cosas en el alma humana. Nosotros nos comunicamos a través de ideas abstractas, muchas veces densas y enroscadas, mientras que ellos lo hacen desde la circunstancia y la anécdota.
—A ver, tío, vé al grano o ponme un ejemplo —dirá en este momento el lector español, si es que queda alguno.
—Lo siento en el alma, querido amigo, pero los argentinos no sabemos ir al grano. Ése es el mejor ejemplo.
Hemos nacido y crecido, a veces sin desearlo, en una sociedad psicoanalizada. No todos somos moradores habituales del diván, es cierto, pero cada uno de nosotros tenemos una madre, un hermano, un jefe o una secretaria tetona que todos los martes y jueves hacen terapia y regresan con los ojos en compota. Estamos habituados al discurso, al recurso y al método analítico.
No; no podemos ir al grano.
En nuestro lenguaje coloquial utilizamos los neologismos depre, neura, masoca y persecuta como quien dice agüita fresca, y también hemos creado los verbos histeriquear, paranoiquear y sicopatear (tuvimos que inventarlos porque no podríamos armar una frase sin conjugar alguna de esas acciones). El argentino medio conoce las diferencias básicas entre la terapia freudiana y la gestáltica. El español medio, a fuerza de ir siempre al grano, todavía sigue confundiendo psicología con psiquiatría.
En realidad, nos resulta imposible profundizar con los nativos porque en España existe el culto del quién. En las conversaciones privadas, en los debates públicos, en los enfrentamientos políticos, en los titulares del periódico, en las charlas de sobremesa y en el cotidiano discurrir de cualquier diálogo español es necesario, es urgente y fundamental, saber a quién le ha ocurrido o de quién se está hablando.
—No estoy de acuerdo, argentino. Yo no soy así. Estarás refiriéndote a los madrileños, a los andaluces o a los gallegos. No a mí. ¿De quién estás hablando exactamente?
Quién. Necesitan saber el quién. Difícilmente les interesa el por qué.
Aquí sólo se habla de arte, de literatura, de política, de humor o de sexo cuando hay un cotilleo de por medio. Al no ser éste un país con costumbre de psicoanálisis, ni de sobremesa filosófica, es muy difícil que alguien quiera preguntarse, alguna vez, el por qué de las cosas que ocurren. Por qué no podemos reírnos de nosotros mismos. Por qué todos los días un marido sexagenario mata a su mujer a hachazos y después se tira del balcón. Por qué nuestros hijos intimidan a sus profesores. Por qué tenemos una derecha tan caricaturesca que da risa y una izquierda tan hipersensible que nunca entiende el chiste. Por qué aunque ahora tengamos el dinero seguimos sin tener la felicidad. Etcétera.
El largo tentáculo de la prensa rosa ha invadido todos los campos de la comunicación española, y sus ideas. Ya nadie se pregunta por qué, o peor: nunca se lo han preguntado. Nadie se recuesta en el diván, nadie cierra los ojos y mira serenamente su pasado o su interior. Todo el mundo está ansioso por saber a quién, y después cuándo, y después, si queda tiempo, dónde. A quién se refiere este cómico cuando dice la puta españa. De cuántos hachazos mató este señor sexagenario a su mujer. En qué comunidad autónoma los hijos de quién intimidan a sus maestros (porque en la mía no). Qué ha dicho esta mañana el periodista facha que siempre dice cosas fachas. Quién le ha respondido desde el otro lado y cuál fue el insulto progre que usó esta vez. Cuántos euros me han subido el salario y dónde coño está mi hijo que nunca me da un abrazo.
Susana Giménez y Ana Rosa Quintana
Nunca por qué.
A nosotros nos ocurre lo contrario, y también es un desastre, el gran desastre nacional. A cada charla, por más estúpida o superficial, la seccionamos con bisturí y la teorizamos, la recurrimos, la impugnamos y la cortamos en pedacitos. Conversamos sobre nuestras cosas y nuestras acciones hasta quitarles el sentido. Cada sobremesa entre amigos se convierte en terapia de grupo. Histeriqueamos, psicopateamos, somatizamos y sublimamos hasta volvernos psicóticos. Siempre alguno de nosotros acaba llorando, otro pegando el último portazo de su vida y un tercero descubriendo su homosexualidad. O su desesperación. O su destino de exiliado quejumbroso, y se va a vivir a España.
Los argentinos y los españoles somos dos familias destrozadas. Estamos hechos mierda por motivos tan diferentes, tan extremos y extrañamente tan idénticos, que parecemos rostros calcados en el dorso y el anverso de la misma hoja. Una de estas familias, de tanto gritarse las verdades a la cara, de tanto sacar la mierda a la luz del día, de tanto hacerle la autopsia al desencanto, se ha quedado desnuda y mutilada, sin saber quién es el asesino. La otra familia no habla sobre el tema de su dolor, no sabe no contesta, no encuentra los por qué de su desdicha y, por no poder, no puede ni mirarse en los ojos de su hermano. (Cuando España hace un gol, medio país no está saltando.)
Le hizo muy bien a la Argentina, hace setenta años, recibir en su pampa a los gallegos laburadores que después fueron nuestros abuelos. Y le hace bien a España, en estos tiempos, mezclarse con tanto charlatán de feria, cancherito y bocasuelta. El vecino que llega desde afuera, desde el mundo contrario, nunca trae las respuestas exactas que calman nuestro dolor, pero muchas veces, a fuerza de ser extraño o extranjero, nos acerca las preguntas adecuadas.
Quién y por qué.
Nosotros, los argentinos, deberíamos aprender a bajar dos cambios en la retórica del por qué y preguntarnos, de verdad, quién carajo nos ha hecho tanto daño. (Cuando Argentina hace un gol, los diputados se suben el sueldo porque todo el mundo está saltando.) Deberíamos matar de una vez al padre de todas nuestras miserias. Aprender de los españoles, al menos, esa mínima enseñanza.
Y ellos, está claro, deberían saber que ya es hora de sentarse en el diván, entrecerrar los ojos, y empezar a preguntar por qué.
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