Ilusión es la palabra más empleada por los gabinetes de comunicación y propaganda en estos días. Ilusiona Bale, a punto de llegar, dicen en el entorno madridista, ilusiona Ancelotti, ilusiona la renovación inminente, siempre inminente, de Cristiano, ilusiona la españolización y el techo del Bernabéu. La ilusión flota en el aire porque el público quiere soñar con el retorno de épocas mejores. La multitud quiere creer en un mañana.
La gente está dispuesta a entregar sus sentidos a cambio de una imagen sugerente. El madridismo viene de atravesar un largo desierto y se apunta a todas las liturgias que hagan falta para recuperar formas evocadoras de un pasado verdecido que le brinde esperanzas y asideros para prolongar la marcha. En medio de la confusión, la visión de Raúl con la camiseta blanca, con el siete a la espalda —se lo prestó Cristiano Ronaldo— después de tres años de exilio, resultó estimulante para la muchedumbre sedienta.
El trofeo Santiago Bernabéu obró la magia del retorno del héroe y la ceremonia, arrollando protocolos, siguió su propio curso.
Por momentos, el homenaje a Raúl se convirtió en el homenaje a Iker Casillas. El capitán acababa de pasarle su brazalete a su antecesor retornado. El acto, lleno de simbolismo en una noche de símbolos, reunió a dos tipos que se han elevado por encima de las histerias del momento. Los aficionados debieron presentir la amenaza inexorable del tiempo, cuando no de algún dirigente que hace planes en la sombra procurando que nadie sospeche sus verdaderas intenciones, y entonaron un cántico emocionado de reconocimiento al portero. Porque hoy la carrera de Casillas se encuentra inexplicablemente en entredicho, más amenazada todavía de lo que lo estuvo la carrera de Raúl en 2010, cuando debió dejar del club por causas todavía no esclarecidas oficialmente. El Bernabéu aclamó a Casillas casi por unanimidad. La nota excepcional la puso un sector marginal de ultras sur, el grupo más extremista, el más mourinhista, y, en cierto modo, el más oficialista. “¡Topo!”, le gritaron al portero. Los fanáticos se regocijaron rompiendo la comunión.
Raúl se entregó como un poseso a la causa de meter su gol. Le ayudó Di María, máquina de darle pases desde la derecha. Cuando finalmente marcó se fue al lateral y se señaló el dorsal en una concesión al populismo juguetón. Había que echar unas risas. Después de tantos años, casi 20 desde que se puso esa camiseta blanca por primera vez, el siete y la hinchada se merecían una despedida feliz. Más allá del resultado ante el Al Sadd catarí (5-0, con goles, además del de Raúl, de Isco, Benzema —de penalti— y Jesé por partida doble), la tuvieron a pesar de todo. Porque el público siguió dividiéndose. Porque el técnico, Carlo Ancelotti, sacó a calentar a Diego López a la banda y ultras sur comenzó a corear su nombre, apostando por su titularidad en detrimento de Casillas; y porque el resto del graderío comenzó a pitar a ultras sur y a exaltar a Casillas, y todo fue bullicio y división. Mourinhistas contra antimourinhistas. Un legado ponzoñoso del que la afición no se libró ni en su día de fiesta.
Casillas se retiró cabizbajo al descanso y Raúl le fue a buscar para darle un abrazo. Después, se quitó la camiseta y se la brindó a Cristiano, su sucesor en el noble arte de de engordar estadísticas. Al viejo capitán no se le escapa nada. Por algo ya es un mito.
Diego TORRES (El Pais 23 Agosto 2013)
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